Rumores
Parte V
El Despoblado, Oeste de Fonthalari:
Tharja siguió sus consejos. Tras eso, y aprovechando
que el hechicero estaba ocupado y Owain roncaba, se escondió tras una roca
cercana y se cambió de coracina; se agradeció mentalmente a si misma por haber
empacado una de más.
Al cabo de un rato Owain despertó con un gruñido,
maldijo y se sentó con las piernas cruzadas ayudándose con las manos para
moverlas. Bufó, escupió al casi apagado fuego y alzó la vista, encontrándose
con una Tharja que lo miraba en silencio. Se tiró de un extremo del bigote y le
dijo: —Esto es lo más horrible que me ha pasado.
—Lo entiendo.
— ¿Cómo sigue tu brazo?—le preguntó mientras destapaba
su cantimplora.
—Mejor. Harmut dice que para el atardecer lo podré
mover con normalidad—respondió poniéndose de pie—. Me pidió que le avisara
cuando despertaras.
— ¿Dónde está él?—Owain miró alrededor como esperando
que el hechicero saltara de detrás de una roca.
—Apilando a los cazadores para incinerarlos al
atardecer.
— ¿Y mis hombres?
—No lo sé, no los mencionó.
—Si se atreve a quemarlos junto a esa escoria…
—Le aplastarás alguna extremidad, supongo—lo detuvo
con gesto tranquilizador—. No te preocupes, no lo hará.
Lo dejó mascullando y bajó por la ladera más cercana.
En su mente aún estaban vívidos los recuerdos de la batalla del día anterior
pero cuando vio la primera pira de madera y cadáveres envueltos en capas de
tela y pieles de animales tomó consciencia de lo terrible que había sido, y de
lo cerca que estuvo de ser un cuerpo más.
Tragó y se obligó a desviar la mirada. Un poco más alejado
había un montículo de cosas ennegrecidas y sin formas definidas del cual aún
salían delgadas volutas de humo. Fue allí y no se sorprendió al ver que eran
los restos quemados de las serpientes. Se acercó más y miró detenidamente,
tapándose la boca y nariz ante el fuerte olor a azufre que emanaba; un espeso y
pegajoso líquido brotaba de algunos colmillos.
Caminó hacia el este y luego al norte bordeando la
loma y buscando al hechicero, pero a cambio halló otras dos piras funerarias y
más montículos de bestias quemadas. Finalmente lo encontró, sentado en una roca
dándole la espalda. No pareció notar cuando se le acercó. Había una pira cerca
y leña alrededor, y delante de él un enorme montículo de serpientes y otro más
pequeño a sus pies.
— ¿Harmut? El hechicero volteó a mirarla; estaba
pálido pero se las arregló para sonreír.
—Por tu expresión deduzco que ya viste algunas—le dijo
haciendo un gesto hacia la pira y al montículo. Ella asintió, y un segundo
vistazo a lo que estaba a los pies del hechicero le reveló lo que era: un
montículo de cabezas cercenadas de serpientes.
— ¿Para qué las cabezas?
—El Concilio querrá saber qué fue lo que acabó con las
vidas de sus hombres—contestó con amargura evidente—. Decapitarlas ha sido lo
más desagradable que he tenido que hacer.
—No están quemadas—observó acercándose unos pasos.
—Estoy recuperando fuerzas para ello—ante la expresión
de la mujer añadió—.No había leña suficiente para ellas, y aunque los cazadores
huelan peor no merecen ser incinerados junto a las bestias que los mataron.
—Owain amenaza con romperte algún hueso si…
—Si meto a sus hombres entre ellos—Harmut asintió—.
Veo que ya despertó. Vuelve con él y dile que no será necesario, sus hombres
serán sepultados en la cima esta tarde. Iré en unos minutos. Tharja asintió y
se apresuró en volver al campamento; sólo quería alejarse de ese horrible lugar
y la perspectiva de pasar allí una noche más la deprimía.
A medio camino miró por encima del hombro en dirección
a la solitaria figura que sentada en una roca jugueteaba con su cetro, y se
preguntó de dónde sacaba fuerzas. Hasta ese entonces se había dejado llevar por
las historias y pensado que los hechiceros eran seres tan lejanos y extraños
como los elfos, ajenos al resto de hombres, a sus alegrías y miserias, arrogantes
y carentes de toda empatía, pero Harmut le había enseñado que al menos él era
tan humano como ella.
Al rato, ya en el campamento y tras llevarle el
mensaje a un frustrado Owain, un súbito rayo cayó del cielo despejado justo en
el lugar donde el hechicero se encontraba. Ante la mueca del Campeón ella dijo:
—Sólo se está deshaciendo de los restos de las serpientes.
Harmut se les unió poco después, apareciendo por
sorpresa de detrás de una roca envuelto en su capa. Habló poco, aplicó antídoto
en las heridas de Owain, cambió sus vendajes y se marchó por dónde venido
llevándose consigo una bolsa de cuero que había sacado de su fardo.
Cuando volvió los encontró comiendo un almuerzo frugal
al lado de un reanimado fuego. Dejó caer la bolsa a un lado y se sentó entre
ellos. Mirándolo con una mezcla de curiosidad y preocupación: — ¿Qué hay en la
bolsa?
—Dale un vistazo si quieres. Tharja, quien ya sabía lo
que contenía, arrugó la nariz.
—Bah, no puede ser tan malo—dejó a un lado su cuenco,
corrió el cordón que la cerraba y espió dentro. Torció la cara.
—Malditas bestias—la cerró de golpe—. ¿Tienes alguna
idea de qué son? Harmut se limitó a negar con la cabeza mientras mordisqueaba
carne seca que había sacado de su fardo.
—Fue muy conveniente que trajeras un antídoto contra
su ponzoña—añadió mirándolo fijamente. Tharja se tensó. Era evidente la
sospecha en la voz del Campeón.
—Un regalo de mi mentor—el hechicero sostuvo la
mirada—Sirve contra el veneno de los Escarabajos de Tormenta, de Escorpiones de
Fuego y de Serpientes Marinas, de modo que supuse que serviría. De hecho es
bastante similar al veneno de las Serpientes Marinas, aunque de acción más
rápida.
— ¿Para qué exactamente te contrató el Concilio?
—No, Owain, los cristales Elteroth no tienen nada que
ver aquí—contestó fríamente—. Fui contratado para protegerlos, a ustedes dos.
—Qué tontería—se burló el Campeón.
— ¿El Concilio temía por nosotros?—preguntó Tharja
incrédula.
—Temía que los cazadores se sublevasen en vuestra
contra. Eso los hubiera dejado en una situación muy incómoda, pues viajaban
como protección. Si la ciudad se enterase de que algunos cazadores habían
muerto por vuestra mano o viceversa hubiese sido un escándalo—explicó—. Mi
misión era impedir que algo así ocurriera, y dadas las historias que se cuentan
en las tabernas que los cazadores tanto frecuentan no parecía ser una
especialmente difícil, al menos esa parte. También debía asegurarme de que
salieran vivos de cualquier enfrentamiento que pudiera surgir.
—Tiene sentido—observó Tharja.
— ¿Lo tiene?—Owain aún miraba al hechicero con
desconfianza.
—Tú eres el Campeón de la Torre, tu muerte sería una
tragedia y nadie cuestiona la veracidad de tu palabra—contestó la mujer—. Y yo
debo escribir un reporte para el Capitán Supremo, y con su sello el contenido
tiene la verdad absoluta.
—No puedo discutir eso—admitió Owain—. Sé que debíamos
sobrevivir a toda costa, esa era nuestra prioridad, pero jamás pensé que todos
murieran. Incluso mis hombres.
—Conocían los riesgos y lucharon como fieras—dijo
tharja.
—Y estoy orgulloso de ellos—aseguró el Campeón—Aun
así… Esto olió mal desde el principio.
—Sabemos que el Concilio quería denigrar al Gremio de
Cazadores—Tharja le dio la razón—. Me pregunto qué sucederá a nuestra vuelta.
—Anticipo una revuelta del Gremio—respondió Harmut.
—Y el Concilio se hará cargo de desacreditarlos lo más
posible. No pararán hasta que se disuelvan.
—Que hagan lo que les dé la gana—Owain hizo crujir los
nudillos—, pero no sacrificarán a más de los nuestros. Ya me encargaré de
convencer a Boris de eso.
— ¿Boris?—preguntó el hechicero— ¿No era ése el nombre
del Capitán Supremo?
—Lo es. Fue mi mentor antes de recibir el
cargo—asintió—. Y Harmut, quiero enterrar a mis hombres.
—Necesito descansar un poco—le contestó—. Más tarde
espero que Tharja pueda ayudarme a traer sus cuerpos y rocas para cubrirlos.
Owain asintió en silencio, pensativo.
Tal y como el hechicero había dicho Tharja recuperó la
funcionalidad del brazo herido pocas horas más tarde. De inmediato Harmut se
desperezó y la llevó a una zona cercana al lugar donde esa mañana se habían
encontrado. Allí, sobre una roca plana, yacían los cuerpos de los tres
guardias; les habían cerrado los ojos, limpiado los rostros y manos y envuelto
en sus capas para ocultar sus heridas.
Uno a uno entre ambos los cargaron y llevaron a un
lugar cerca al campamento, en la cima de la colina. Allí fue Owain, caminando
trabajosamente y usando una lanza para ayudarse, y esperó arrodillado delante
de los cuerpos. Luego llevaron las piedras, fragmentos de rocas más grandes que
fueron destrozadas durante la lucha, y los tres se dedicaron a la triste tarea
de usarlas para cubrir a los fallecidos. Cuando terminaron, al lado de cada
tumba colocaron las armas que blandieron en batalla, y Tharja dejó su escudo
sobre la tumba del que había peleado a su lado.
—Alberick, Offer y Lunt, descansen ahora—Owain habló
con voz grave y tranquila, solemne—. Sus nombres no serán olvidados, así como
tampoco su sacrificio que nos ha permitido seguir vivos. Partan y encuentren su
camino más allá de las tormentas de los cielos.
Permanecieron varios minutos allí, en silencio, hasta
que el Campeón de la Torre puso una mano sobre el hombro de Harmut y le dijo:
—Gracias. El hechicero sólo sonrió taciturno.
Poco después el sol empezó a ocultarse y el hechicero
dijo que era hora de empezar a encender las piras funerarias. Owain todavía no
era capaz de caminar lo suficiente y menos aún de subir o bajar la pendiente de
modo que aceptó quedarse de brazos cruzados vigilando los alrededores mientras
Tharja y Harmut descendían con yescas y pedernales.
Una a una las piras fueron ardiendo, pero faltando una
y con las últimas luces desvaneciéndose la potente voz de Owain les llegó
claramente: — ¡Lobos Gigantes! ¡Vienen del sur!
—Maldición—dijo Tharja y se apresuró a encender la
pira.
—Tenías razón—le dijo Harmut—. El explorador trajo a
la jauría.
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