Rumores
Parte IV
El Despoblado, atardecer al Oeste de Fonthalari:
Kurand había distribuido a sus cazadores rodeando la rocosa
colina donde se encontraban ordenándoles que se mantuvieran atentos y
dispararan a cualquier cosa que se moviera. La compañía de Owain se mantuvo en
la colina y vigilaron mientras los cazadores recorrían el perímetro en completo
silencio, pero sin suerte. Parecía que todas las bestias, incluso las más
pequeñas, habían abandonado el lugar.
Fue entonces cuando los últimos rayos del sol bañaron la
llanura y las sombras se alargaron. Observando detenidamente Tharja notó que
las sombras causadas por las grandes rocas crecían demasiado y muy rápidamente,
y eran más oscuras que la noche. Con una fea sensación en la garganta dio un
codazo a Owain y se las señaló con un gesto.
—Son sólo sombras—dijo él.
—Míralas bien—insistió—. ¿No te parece que fluyen?
— ¡Kurand!—llamó Owain al cazador— ¡Creo que…! El Campeón
enmudeció cuando una de las sombras se alzó por encima de la tierra y con un
agudo silbido se lanzó contra tres cazadores desprevenidos.
—No puede ser—Tharja observaba aturdida cómo las sombras, una
tras otra, se alzaban y atacaban a velocidad sorprendente. El aire se llenó de
los gritos de los cazadores y de un olor penetrante que hacía arder las fosas
nasales y lagrimear los ojos.
— ¡Tharja!—Owain la zarandeó con una mano— ¡Debemos
ayudarlos! Y sin esperar respuesta desenvainó y seguido por dos de sus hombres
cargó contra la bestia más cercana, partiéndola en dos con un sablazo.
Tharja se tomó un instante para mirar alrededor; solo ella y
el guardia de mayor edad quedaban en la cima. El hombre la observaba con
expresión fúnebre, paciente. La mujer asintió con la cabeza, apretó la
mandíbula y corrió hacia la parte más occidental desenvainando espada y escudo.
Tres sombras le salieron al encuentro mientras bajaba a saltos la pendiente, y
entonces se dio cuenta que eran serpientes de cuerpos y cabeza chatas,
mandíbulas grandes y enormes colmillos. Rebanó a una con una espada, cortó a
otra con el filo del escudo y la aplastó la cabeza a la tercera con un feo
crujido.
Acompañada por el guardia intentó socorrer a los pequeños
grupos de cazadores que se encontraban cerca, pero siempre llevaba tarde; los
hombres morían ya fuera por las heridas o por el humeante veneno que les
calcinaba la piel, evaporaba la sangre y derretía los huesos en pocos minutos
de agonía terrible. Pronto se dio rodeada de cadáveres y moribundos, y una
vieja, conocida y odiada sensación de impotencia le embargó por un instante.
Reaccionó justo a tiempo. Una bestia había trepado reptando a
una roca cercana, fuera de su rango de visión, y se había abalanzado sobre ella
con la boca abierta y los colmillos apuntando a su rostro, pero el siseo la
alertó y alzando el escudo al tiempo que giraba su cuerpo se protegió. Los
colmillos perforaron el escudo justo por encima de las correas que lo sujetaban
a su brazo y el veneno empezó a gotear. La serpiente se agitó furiosa
intentando liberarse, pero Tharja la aplastó contra una roca.
Inspirado el guardia redobló sus esfuerzos, ignorando las
heridas en sus piernas y brazos, y espalda con espalda hicieron frente a las
serpientes que se acercaban desde todos los ángulos. Finalmente, con un grito
ahogado, el guardia cayó. Tharja se deshizo de la pareja de bestias que la
acosaba y, aprovechando que no se veía ninguna en las cercanías, se arrodilló
al costado del hombre.
No se le ocurrió nada que pudiera decirle a una persona con
tales heridas, e incluso de haber encontrado alguna sabía que era sido inútil
hablar. El guardia, con la mandíbula apretada y los ojos llorosos, se arrancó
un dije que llevaba al cuello y mientras ella lo recibía masculló: —No olvides
por quien vivimos. No olvides por quién morimos.
—Vienen más—añadió el hombre. Y tenía razón. Tharja no lo
había notado pero al menos una docena de serpientes reducía la distancia entre
ellos rápidamente. Antes de que pudiera reincorporarse y hacerles frente algo
sucedió. Una esfera se pequeños relámpagos se formó alrededor de ellos; la
bestia más rápida se arrojó contra la barrera, se calcino y rebotó algunos
metros.
—Hechicero—el guardia sonrió por última vez antes de que el
aliento de vida se escapara de sus labios. En ese momento un trueno retumbó y
sacudió las rocas y un rayo enorme cayó sobre ellos, haciendo temblar la
barrera y matando instantáneamente a las serpientes. Cuando acabó, tan
súbitamente como había empezado, la tierra humeaba, olía a azufre y la barrera
había desaparecido.
Lo que Tharja vio cuando se puso de pie y miró hacia la falda
de la colina fue sobrecogedor. Harmut caminaba hacia ella, su cabello y barba
estaban erizados, sus ojos y manos chispeaban y su cetro vibraba y arrojaba
chispas cada vez que lo movía. La miró de arriba abajo y le dijo: —Sígueme,
Owain nos necesita. Su voz era completamente distinta, resonante como el sonido
de un rayo golpeando una barra de cobre.
Corrieron al sur, donde los gritos de Owain eran
perfectamente audibles por encima del jaleo de la batalla. Tharja temió que
fueran gritos de dolor y agonía, pero cuando estuvieron más cerca se dio cuenta
que eran insultos, maldiciones y provocaciones varias. Aparentemente el Campeón
estaba bien y eso le dio ánimos. Forzó la carrera y con un gran salto llegó a
su lado, a tiempo para cubrirlo del ataque de una serpiente que se le había
acercado por la espalda en silencio.
—Parecen ser las últimas—gimió Tharja.
—Demasiadas—contestó Owain.
Lucharon juntos, siempre retrocediendo y subiendo la ladera
de la colina. Harmut, envuelto en una esfera de relámpagos, corrió por el
flanco derecho matando e hiriendo serpientes con las chispas azules que lanzaba
con su cetro, trepó a una roca y alzó una mano al cielo, se concentró unos
instantes y apuntó el cetro en dirección a las serpientes. Un rayo
chisporroteante cayó y tocó su mano alzada.
— ¡Cúbrete!—gritó Owain refugiándose tras una roca. Ella lo
hizo, ayudándose con el escudo. Notó un gran destello seguido por varios más
pequeños, y se estremeció cuando una corriente eléctrica tocó su escudo
suavemente. No oía nada, los tímpanos le zumbaban y su corazón galopaba
dolorosamente. A su izquierda vio a un pálido y desgreñado Owain salir de
detrás de la roca con cautela y lo imitó.
El lugar estaba lleno de bestias que habían muerto de
distintas maneras, rocas despedazadas, cadáveres de cazadores y armas y
parafernalia diversa regadas por doquier. La tierra estaba chamuscada en
algunos puntos y todo apestaba a sangre, fluidos, cuerpos calcinados y azufre.
Era una visión espantosa que le provocó náuseas. Owain no tenía mejor aspecto y
miraba con ojos desorbitados a Harmut, quien caminaba hacia ellos evitando los
cuerpos.
— ¿Algunos de ustedes fue mordido?—les preguntó. Su voz y su
aspecto habían vuelto a la normalidad, pero sus ojos aún chispeaban. Ninguno
respondió. El hechicero maldijo y apuró el paso. Tharja gimió; un súbito dolor
punzante y candente le atenazaba el brazo que sostenía el escudo. Dejó caer la
espada y revisó el escudo; estaba calcinado.
—Veneno ácido—dijo Harmut ayudándole a aflojar las correas
para quitárselo.
—No me mordió.
—Si lo hubiera hecho quizás sería demasiado tarde—contestó el
hechicero. El veneno había corroído el guantelete y la tela bajo él y había
llegado a la piel. Distraída Tharja vio que sacaba un frasquito con un líquido
verde y vertía unas pocas gotas sobre la piel afectada; de inmediato el dolor
amainó y una sensación de entumecimiento se extendió por su brazo.
— ¿Qué es?—le preguntó con inquietud—No siento nada.
—Antídoto. Entumece un poco pero pasará rápido—contestó—.
Revísate; si tienes más heridas debo ocuparme de ellas por más leves que sean.
La dejó descansando sentada en una roca y fue con Owain, que
apenas se mantenía en pie. Los oyó discutir pero estaba demasiado agotada y
turbada como para prestar atención. Intentó concentrarse en buscar más heridas
causadas por colmillos o veneno, pero no encontró ninguna. Tenía algunos
moretones y cardenales y un costado le dolía en el punto en el que había
golpeado involuntariamente una roca, pero no era nada grave.
Una vista más detenida la reveló el deplorable estado de su
uniforme y equipo. La gruesa tela del tabardo estaba ajada y rota en varias
partes, sus guanteletes habían quedado inservibles, sus botas estaban manchadas
con sangre y tierra y su jubón de cuero reforzado humeaba en varias partes por
el veneno. Arrancó un pedazo de tela de su raída capa y lo retiró con cuidado.
La noche había caído cuando Harmut y Owain se le unieron. Al
parecer el Campeón era el que peor había salido, y se quejaba de que el
antídoto le había entumecido tanto las piernas que apenas podía caminar usando
su arma como bastón. Intercambiaron pocas palabras y empezaron a subir la
cuesta, pues en la cima estaban sus mochilas y la leña que necesitarían para
pasar la noche.
Owain se dejó caer al lado de sus apachicos y empezó a
rebuscar frenéticamente. Un poco más calmada Tharja buscó el frasco de poción
que había empacado para alguna emergencia y bebió un trago anticipando el
efecto, ansiosa por sentir como un agradable calor actuaría sobre sus músculos
y moretones y un cosquilleo sobre los cardenales al acelerar su curación.
Mientras Harmut se apresuraba a reunir leña Owain finamente encontró lo que
buscaba y bebió de un frasco idéntico al suyo.
—Mis hombres. Los tres muertos—se lamentó minutos después,
mirando las llamas de la fogata de Harmut—. Y todos los cazadores. Merecen
sepultura, debo…—hizo el ademán de querer ponerse de pie pero las piernas le
fallaron.
—No es momento, no estás en condiciones de hacerlo—le dijo
Harmut gravemente—. Lamento la muerte de tus guardias, pero nuestra situación
no es la mejor. Somos vulnerables aquí, tare o temprano otras bestias se
acercarán por el olor de la carroña y estamos agotados y heridos. Nuestra
prioridad es sobrevivir y largarnos de aquí cuanto antes.
—Nos iremos tan pronto como los enterremos—insistió
Owain—.Mañana mismo.
— ¿Mañana mismo?—el hechicero alzó las cejas— Debo aplicar el
antídoto cada pocas horas para que el veneno pueda ser asimilado y expulsado; dudo
mucho que mañana puedas caminar.
—Nuestros compañeros merecen tumbas, al menos unas de
rocas—intervino Tharja hablando lentamente—. Quizás podamos incinerar al resto.
—Siempre y cuando ello no nos retrase está bien—cedió el
hechicero—. Traten de descansar, los despertaré cada vez que deba darles el
antídoto.
—Los turnos de guardia…—empezó Owain pero Harmut lo calló
diciendo: —No seas ridículo. Estaré en vela de todas formas.
Fue una noche intranquila. Tharja perdió la cuenta de las
veces que despertó a causa del dolor en el brazo, y en todas ellas Harmut se
apresuró a echarle el antídoto. No tardó en empezar a sudar frío. El hechicero
decía que era una buena señal pues el cuerpo estaba expulsando el veneno. A
veces oía a Owain quejándose; ella nunca imaginó que el Campeón fuera a
quejarse de algo alguna vez. Un aullido la despertó en la madrugada, y vio a
Harmut de pie ante las llamas, estático y rodeado por un tenue brillo azulado;
la visión la tranquilizó y pudo volver a dormir.
Cuando finalmente llegó la mañana se sentía extrañamente
bien, descansada y con fuerzas, lo que era casi milagroso considerando la
inquieta noche. Su brazo herido sólo mostraba una zona enrojecida en el lugar
donde el veneno había goteado, pero aún lo tenía entumecido. Y sus ropas
estaban pegadas al cuerpo por el sudor.
Casi sin hacer ruido Harmut se le acercó y revisó la herida.
Se veía cansado pero satisfecho. Le sonrió y dijo: —Está casi curada. Le
aplicaré el antídoto una última vez. Lo tendrás entumecido hasta la tarde, me temo.
— ¿Cómo está él?—le preguntó mirando a Owain, que dormía
junto a las últimas brazas de la hoguera.
—Tuvo suerte, ninguna serpiente le clavó los colmillos, sólo
rozaron su piel—respondió—. Tendrá que descansar. No creo que podamos partir
hoy.
Desvió la mirada mientras el frío líquido caía en su piel, y
reparando en un montón de fardos y dijo: —Todos esas cosas…
—De los cazadores—respondió efusivo—. No las necesitarán más.
—Oí un lobo—recordó—. ¿O estaba soñando? Una fugaz sombra de
preocupación ensombreció el rostro del hechicero.
—Uno se acercó, pero se mantuvo alejado de la colina.
—Un explorador—Tharja se mordió el labio inferior con
preocupación—. Volverá, y no lo hará solo.
—Para cuando vengan no habrán cadáveres que devorar—replicó
Harmut guardando el frasquito—. Estoy apilando a los cazadores en piras;
arderán al atardecer.
—Puedo ayudarte.
—No. Bebe y descansa, y come algo.
—Pero…
—Necesitaré tu ayuda más tarde—el tono de Harmut no daba
lugar a protestas—. Avísame cuando Owain despierte. Y se marchó descendiendo
por la ladera nororiental.
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