lunes, 24 de agosto de 2015

Rumores - Parte IV

Rumores

 Parte IV


El Despoblado, atardecer al Oeste de Fonthalari:


Kurand había distribuido a sus cazadores rodeando la rocosa colina donde se encontraban ordenándoles que se mantuvieran atentos y dispararan a cualquier cosa que se moviera. La compañía de Owain se mantuvo en la colina y vigilaron mientras los cazadores recorrían el perímetro en completo silencio, pero sin suerte. Parecía que todas las bestias, incluso las más pequeñas, habían abandonado el lugar.
Fue entonces cuando los últimos rayos del sol bañaron la llanura y las sombras se alargaron. Observando detenidamente Tharja notó que las sombras causadas por las grandes rocas crecían demasiado y muy rápidamente, y eran más oscuras que la noche. Con una fea sensación en la garganta dio un codazo a Owain y se las señaló con un gesto.
—Son sólo sombras—dijo él.
—Míralas bien—insistió—. ¿No te parece que fluyen?
— ¡Kurand!—llamó Owain al cazador— ¡Creo que…! El Campeón enmudeció cuando una de las sombras se alzó por encima de la tierra y con un agudo silbido se lanzó contra tres cazadores desprevenidos.
—No puede ser—Tharja observaba aturdida cómo las sombras, una tras otra, se alzaban y atacaban a velocidad sorprendente. El aire se llenó de los gritos de los cazadores y de un olor penetrante que hacía arder las fosas nasales y lagrimear los ojos.
— ¡Tharja!—Owain la zarandeó con una mano— ¡Debemos ayudarlos! Y sin esperar respuesta desenvainó y seguido por dos de sus hombres cargó contra la bestia más cercana, partiéndola en dos con un sablazo.
Tharja se tomó un instante para mirar alrededor; solo ella y el guardia de mayor edad quedaban en la cima. El hombre la observaba con expresión fúnebre, paciente. La mujer asintió con la cabeza, apretó la mandíbula y corrió hacia la parte más occidental desenvainando espada y escudo. Tres sombras le salieron al encuentro mientras bajaba a saltos la pendiente, y entonces se dio cuenta que eran serpientes de cuerpos y cabeza chatas, mandíbulas grandes y enormes colmillos. Rebanó a una con una espada, cortó a otra con el filo del escudo y la aplastó la cabeza a la tercera con un feo crujido.
Acompañada por el guardia intentó socorrer a los pequeños grupos de cazadores que se encontraban cerca, pero siempre llevaba tarde; los hombres morían ya fuera por las heridas o por el humeante veneno que les calcinaba la piel, evaporaba la sangre y derretía los huesos en pocos minutos de agonía terrible. Pronto se dio rodeada de cadáveres y moribundos, y una vieja, conocida y odiada sensación de impotencia le embargó por un instante.
Reaccionó justo a tiempo. Una bestia había trepado reptando a una roca cercana, fuera de su rango de visión, y se había abalanzado sobre ella con la boca abierta y los colmillos apuntando a su rostro, pero el siseo la alertó y alzando el escudo al tiempo que giraba su cuerpo se protegió. Los colmillos perforaron el escudo justo por encima de las correas que lo sujetaban a su brazo y el veneno empezó a gotear. La serpiente se agitó furiosa intentando liberarse, pero Tharja la aplastó contra una roca.
Inspirado el guardia redobló sus esfuerzos, ignorando las heridas en sus piernas y brazos, y espalda con espalda hicieron frente a las serpientes que se acercaban desde todos los ángulos. Finalmente, con un grito ahogado, el guardia cayó. Tharja se deshizo de la pareja de bestias que la acosaba y, aprovechando que no se veía ninguna en las cercanías, se arrodilló al costado del hombre.
No se le ocurrió nada que pudiera decirle a una persona con tales heridas, e incluso de haber encontrado alguna sabía que era sido inútil hablar. El guardia, con la mandíbula apretada y los ojos llorosos, se arrancó un dije que llevaba al cuello y mientras ella lo recibía masculló: —No olvides por quien vivimos. No olvides por quién morimos.
—Vienen más—añadió el hombre. Y tenía razón. Tharja no lo había notado pero al menos una docena de serpientes reducía la distancia entre ellos rápidamente. Antes de que pudiera reincorporarse y hacerles frente algo sucedió. Una esfera se pequeños relámpagos se formó alrededor de ellos; la bestia más rápida se arrojó contra la barrera, se calcino y rebotó algunos metros.
—Hechicero—el guardia sonrió por última vez antes de que el aliento de vida se escapara de sus labios. En ese momento un trueno retumbó y sacudió las rocas y un rayo enorme cayó sobre ellos, haciendo temblar la barrera y matando instantáneamente a las serpientes. Cuando acabó, tan súbitamente como había empezado, la tierra humeaba, olía a azufre y la barrera había desaparecido.
Lo que Tharja vio cuando se puso de pie y miró hacia la falda de la colina fue sobrecogedor. Harmut caminaba hacia ella, su cabello y barba estaban erizados, sus ojos y manos chispeaban y su cetro vibraba y arrojaba chispas cada vez que lo movía. La miró de arriba abajo y le dijo: —Sígueme, Owain nos necesita. Su voz era completamente distinta, resonante como el sonido de un rayo golpeando una barra de cobre.
Corrieron al sur, donde los gritos de Owain eran perfectamente audibles por encima del jaleo de la batalla. Tharja temió que fueran gritos de dolor y agonía, pero cuando estuvieron más cerca se dio cuenta que eran insultos, maldiciones y provocaciones varias. Aparentemente el Campeón estaba bien y eso le dio ánimos. Forzó la carrera y con un gran salto llegó a su lado, a tiempo para cubrirlo del ataque de una serpiente que se le había acercado por la espalda en silencio.
—Parecen ser las últimas—gimió Tharja.
—Demasiadas—contestó Owain.
Lucharon juntos, siempre retrocediendo y subiendo la ladera de la colina. Harmut, envuelto en una esfera de relámpagos, corrió por el flanco derecho matando e hiriendo serpientes con las chispas azules que lanzaba con su cetro, trepó a una roca y alzó una mano al cielo, se concentró unos instantes y apuntó el cetro en dirección a las serpientes. Un rayo chisporroteante cayó y tocó su mano alzada.
— ¡Cúbrete!—gritó Owain refugiándose tras una roca. Ella lo hizo, ayudándose con el escudo. Notó un gran destello seguido por varios más pequeños, y se estremeció cuando una corriente eléctrica tocó su escudo suavemente. No oía nada, los tímpanos le zumbaban y su corazón galopaba dolorosamente. A su izquierda vio a un pálido y desgreñado Owain salir de detrás de la roca con cautela y lo imitó.
El lugar estaba lleno de bestias que habían muerto de distintas maneras, rocas despedazadas, cadáveres de cazadores y armas y parafernalia diversa regadas por doquier. La tierra estaba chamuscada en algunos puntos y todo apestaba a sangre, fluidos, cuerpos calcinados y azufre. Era una visión espantosa que le provocó náuseas. Owain no tenía mejor aspecto y miraba con ojos desorbitados a Harmut, quien caminaba hacia ellos evitando los cuerpos.
— ¿Algunos de ustedes fue mordido?—les preguntó. Su voz y su aspecto habían vuelto a la normalidad, pero sus ojos aún chispeaban. Ninguno respondió. El hechicero maldijo y apuró el paso. Tharja gimió; un súbito dolor punzante y candente le atenazaba el brazo que sostenía el escudo. Dejó caer la espada y revisó el escudo; estaba calcinado.
—Veneno ácido—dijo Harmut ayudándole a aflojar las correas para quitárselo.
—No me mordió.
—Si lo hubiera hecho quizás sería demasiado tarde—contestó el hechicero. El veneno había corroído el guantelete y la tela bajo él y había llegado a la piel. Distraída Tharja vio que sacaba un frasquito con un líquido verde y vertía unas pocas gotas sobre la piel afectada; de inmediato el dolor amainó y una sensación de entumecimiento se extendió por su brazo.
— ¿Qué es?—le preguntó con inquietud—No siento nada.
—Antídoto. Entumece un poco pero pasará rápido—contestó—. Revísate; si tienes más heridas debo ocuparme de ellas por más leves que sean.
La dejó descansando sentada en una roca y fue con Owain, que apenas se mantenía en pie. Los oyó discutir pero estaba demasiado agotada y turbada como para prestar atención. Intentó concentrarse en buscar más heridas causadas por colmillos o veneno, pero no encontró ninguna. Tenía algunos moretones y cardenales y un costado le dolía en el punto en el que había golpeado involuntariamente una roca, pero no era nada grave.
Una vista más detenida la reveló el deplorable estado de su uniforme y equipo. La gruesa tela del tabardo estaba ajada y rota en varias partes, sus guanteletes habían quedado inservibles, sus botas estaban manchadas con sangre y tierra y su jubón de cuero reforzado humeaba en varias partes por el veneno. Arrancó un pedazo de tela de su raída capa y lo retiró con cuidado.
La noche había caído cuando Harmut y Owain se le unieron. Al parecer el Campeón era el que peor había salido, y se quejaba de que el antídoto le había entumecido tanto las piernas que apenas podía caminar usando su arma como bastón. Intercambiaron pocas palabras y empezaron a subir la cuesta, pues en la cima estaban sus mochilas y la leña que necesitarían para pasar la noche.
Owain se dejó caer al lado de sus apachicos y empezó a rebuscar frenéticamente. Un poco más calmada Tharja buscó el frasco de poción que había empacado para alguna emergencia y bebió un trago anticipando el efecto, ansiosa por sentir como un agradable calor actuaría sobre sus músculos y moretones y un cosquilleo sobre los cardenales al acelerar su curación. Mientras Harmut se apresuraba a reunir leña Owain finamente encontró lo que buscaba y bebió de un frasco idéntico al suyo.
—Mis hombres. Los tres muertos—se lamentó minutos después, mirando las llamas de la fogata de Harmut—. Y todos los cazadores. Merecen sepultura, debo…—hizo el ademán de querer ponerse de pie pero las piernas le fallaron.
—No es momento, no estás en condiciones de hacerlo—le dijo Harmut gravemente—. Lamento la muerte de tus guardias, pero nuestra situación no es la mejor. Somos vulnerables aquí, tare o temprano otras bestias se acercarán por el olor de la carroña y estamos agotados y heridos. Nuestra prioridad es sobrevivir y largarnos de aquí cuanto antes.
—Nos iremos tan pronto como los enterremos—insistió Owain—.Mañana mismo.
— ¿Mañana mismo?—el hechicero alzó las cejas— Debo aplicar el antídoto cada pocas horas para que el veneno pueda ser asimilado y expulsado; dudo mucho que mañana puedas caminar.
—Nuestros compañeros merecen tumbas, al menos unas de rocas—intervino Tharja hablando lentamente—. Quizás podamos incinerar al resto.
—Siempre y cuando ello no nos retrase está bien—cedió el hechicero—. Traten de descansar, los despertaré cada vez que deba darles el antídoto.
—Los turnos de guardia…—empezó Owain pero Harmut lo calló diciendo: —No seas ridículo. Estaré en vela de todas formas.
Fue una noche intranquila. Tharja perdió la cuenta de las veces que despertó a causa del dolor en el brazo, y en todas ellas Harmut se apresuró a echarle el antídoto. No tardó en empezar a sudar frío. El hechicero decía que era una buena señal pues el cuerpo estaba expulsando el veneno. A veces oía a Owain quejándose; ella nunca imaginó que el Campeón fuera a quejarse de algo alguna vez. Un aullido la despertó en la madrugada, y vio a Harmut de pie ante las llamas, estático y rodeado por un tenue brillo azulado; la visión la tranquilizó y pudo volver a dormir.

Cuando finalmente llegó la mañana se sentía extrañamente bien, descansada y con fuerzas, lo que era casi milagroso considerando la inquieta noche. Su brazo herido sólo mostraba una zona enrojecida en el lugar donde el veneno había goteado, pero aún lo tenía entumecido. Y sus ropas estaban pegadas al cuerpo por el sudor.
Casi sin hacer ruido Harmut se le acercó y revisó la herida. Se veía cansado pero satisfecho. Le sonrió y dijo: —Está casi curada. Le aplicaré el antídoto una última vez. Lo tendrás entumecido hasta la tarde, me temo.
— ¿Cómo está él?—le preguntó mirando a Owain, que dormía junto a las últimas brazas de la hoguera.
—Tuvo suerte, ninguna serpiente le clavó los colmillos, sólo rozaron su piel—respondió—. Tendrá que descansar. No creo que podamos partir hoy.
Desvió la mirada mientras el frío líquido caía en su piel, y reparando en un montón de fardos y dijo: —Todos esas cosas…
—De los cazadores—respondió efusivo—. No las necesitarán más.
—Oí un lobo—recordó—. ¿O estaba soñando? Una fugaz sombra de preocupación ensombreció el rostro del hechicero.
—Uno se acercó, pero se mantuvo alejado de la colina.
—Un explorador—Tharja se mordió el labio inferior con preocupación—. Volverá, y no lo hará solo.
—Para cuando vengan no habrán cadáveres que devorar—replicó Harmut guardando el frasquito—. Estoy apilando a los cazadores en piras; arderán al atardecer.
—Puedo ayudarte.
—No. Bebe y descansa, y come algo.
—Pero…

—Necesitaré tu ayuda más tarde—el tono de Harmut no daba lugar a protestas—. Avísame cuando Owain despierte. Y se marchó descendiendo por la ladera nororiental.

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