Rumores
Parte II
Fonthalari, Torre de la Guardia:
Comúnmente se decía que Fonthalari era la ciudad de los
anillos. Y con justa razón. La ciudad entera era rodeada por una muralla en
forma de anillo, las plazas eran circulares y los puestos de los mercados se
distribuían en forma circular. Hasta la Torre del Círculo era rodeada por un
anillo de lujosas viviendas.
Y por supuesto estaba la Torre de la Guardia. Se alzaba
orgullosa en medio de una plaza completamente rodeada por los nueve barracones
y cada uno de ellos alojaba a una Guardia liderada por un capitán. Los
barracones, sencillos edificios de cuatro pisos de alto, estaban separados unos
de otros por diversos campos de entrenamiento tales como arenas de combate y
campos de tiro. Detrás de ellos se encontraban las caballerizas, los almacenes
y las fraguas, cuyas paredes posteriores se amalgamaban a la muralla circular
que rodeaba el complejo, conectado con el resto de la ciudad por cuatro
portones, cada uno ubicado en un punto cardinal. Cada portón era siempre
vigilado por guardias adustos tan dispuestos a impedir que cualquier curioso se
colara en el interior como a evitar que alguien saliera sin permiso.
La circular torre era tan alta que rivalizaba con su hermana,
la Torre del Concilio, siendo sólo superada por el Gran Faro que todas las
noches era encendido y recorría la lejanía como si se tratara de un ojo luminoso
que todo lo quería ver. Sólo una persona vivía permanentemente en la Torre de
la Guardia, y su sala de mando se ubicaba en la parte más alta de la misma.
Sentado frente a un gran escritorio un hombre mayor de
espaldas anchas y cabellos entrecanos revisaba con el ceño fruncido diversos
reportes que sus capitanes le habían entregado en los últimos meses. Era un
completo desorden, y lo que más le enfurecía era que él era el único culpable;
sabía perfectamente que debía haberlos transcrito al gran libro que vacío
esperaba pacientemente en uno de los cajones en vez de dar sus acostumbrados
paseos y visitas a los barracones.
La única solución que se le ocurría era convocar a los
capitanes y ordenarles que fecharan sus reportes, y tras ello finalmente
debería dedicarse de una vez a la horrorosa tarea de transcribirlos. En
aquellos momentos maldecía su suerte; cuando lo nombraron Capitán Supremo de la
Guardia de Fonthalari nadie le había dicho que tendría que blandir una pluma en
vez de su espada. Al menos podía tenerla a su lado, lo suficientemente cerca
como para desenvainarla rápidamente y luchar por su vida, algo que hasta el
momento no había ocurrido. Lo único que entraba por las ventanas eran aves
mensajeras y la puerta sólo se abría ante mensajeros, gente más poderosa que él
y aquellos a que quienes mandaba llamar.
Un golpe seco y potente estremeció la puerta. Sonrió y dijo:
—Adelante, Campeón. Y un hombre grande y fuerte como un toro con un enorme
bigote entró y cerró la puerta a sus espaldas. Vestía el clásico uniforme de la
Guardia de la ciudad, aunque el suyo era algunas tallas más grande que el
promedio, y estaba desarmado; aunque saltaba a la vista que no indefenso. El
hombretón se acercó unos pasos.
— ¿Querías verme, Boris?— le preguntó con voz grave, casi
solemne, como cada vez que se encontraban en aquella habitación.
— ¿Has oído de la orden del Concilio para que el Gremio de
Cazadores mueva los pies y deje de secar las tabernas?
—Por supuesto. Los cazadores están alborotados— el Campeón
sonrió con burla—. Parecen gallinas, no zorros.
—Aún peor; creen ser zorros— Boris, el Capitán Supremo, se
levantó y vació el contenido de un pequeño barril de cerveza en dos grandes
cálices y alargó uno a su viejo alumno—. Si aceptaron sin protestar demasiado
fue porque el Concilio les garantizó que seis de nuestros mejores hombres los
acompañarán como refuerzos. Y tú, Owain, estarás al mando de ellos.
—Creen ser zorros…— el aludido bebió y se secó el bigote con
la manga—. Algo me dice que no debo dar mi vida por ellos.
—El Concilio quiere un reporte detallado de lo que suceda, si
es que algo sucede—respondió Boris—. Tú volverás a la ciudad con total
seguridad.
—No me gusta dejar morir a alguien si puedo hacer algo para
salvarlo, y no puedo prometerte que lo haré. No me importa si son mis hombres o
cazadores estúpidos—el Campeón de la Torre dio otro trago antes de continuar—.Y
tampoco te garantizo un buen reporte, detesto hacer esas cosas.
—Por eso no te preocupes, no tendrás que hacerlo—Boris lo
miró fijamente—. Tharja irá contigo, hacer el reporte es una de sus tareas.
— ¿Tharja?— Owain alzó las cejas— ¿Creen necesario que Tharja
nos acompañe?
—Orden directa del Árbitro.
— ¿Pero ella no es…?
—Su hija menor, sí— asintió el Capitán Supremo—. También me
ordenó que me encargara de que ella ignore por mano de quién es incluida en
esta misión.
—Entendido—Owain asintió con un movimiento de cabeza—. No
temo por ella, pero esto no me gusta. ¿Por qué enviarnos a algún lugar donde
probablemente no haya nada?
—Porque de haberlo el Concilio piensa que sólo unos pocos
saldrán con vida—respondió Boris torvamente.
— ¿Cuándo partimos? Owain dejó el cáliz vacío en el
escritorio.
—En dos días—el Capitán Supremo dejó su cáliz también y puso
una mueca de resignación—. Escoge y prepara bien a tus hombres. Sorpresivamente
Owain sonrió ampliamente y dijo: —Te gustaría ir y ver qué hay por ti mismo,
¿eh Boris? No te preocupes, te traeré un recuerdo; siempre y cuando haya algo,
por supuesto.
Boris rio y despidió con un gesto al Campeón de la Torre. No
volvió a sentarse, a cambio caminó a la ventana occidental y se apoyó en el
marco. Estuvo allí un buen rato, mirando con aire pensativo el Despoblado que
se extendía al oeste de la ciudad, un terreno que se elevaba progresivamente y
formaba una elevada punta que desafiaba al océano.
Owain repasó mentalmente el contenido de la enorme mochila
que había preparado para asegurarse de no olvidar nada. Desenvainó y revisó la
hoja de su espadón por enésima vez y la volvió a guardar; el día anterior había
pasado horas afilándola concienzudamente. Satisfecho, se colgó la mochila al
hombro y dejó la estancia silbando.
En el vestíbulo de la primera planta se encontró con los
guardias que había seleccionado. Los cuatro cargaban mochilas sobre los hombros
y estaban envueltos en capas grises que ocultaban sus uniformes y armas, a
excepción de las lanzas que sujetaban. Cada uno de ellos era parte de la elite
de su barracón y él mismo los había entrenado. No había mejores Guardias en la
ciudad. Lo saludaron con el puño en el pecho y una leve inclinación de cabeza.
—Bien, nos vamos— les dijo. Owain, Capitán de la Novena
Guardia, dejó el barracón con cuatro de sus mejores hombres y se dirigieron a
la Torre de la Guardia, donde una figura solitaria los esperaba. Una figura de inconfundibles
cabellos dorados. Uno de los guardias carraspeó.
—Sí, Tharja irá con nosotros—respondió Owain a la silenciosa
pregunta.
Se reunieron con ella al pie de la torre. Vestía el uniforme
de la Guardia hecho a su medida, una espada le colgaba del cinto y llevaba su inseparable
escudo al hombro. Se adelantó un paso y saludó con una respetuosa inclinación
de cabeza y dijo: —Los estaba esperando. Capitán Owain, hay un asunto a tratar
antes de partir.
—Deja las formalidades, Tharja—Owain hizo un gesto a sus
hombres y se alejó con ella unos pasos—. ¿Qué ocurre?
—El Capitán Supremo me mandó llamar esta mañana, tenía un
mensaje para ti— respondió bajando la voz—. Lo escribió pero… no pude leerlo.
—Lo usual—Owain soltó una risita—. A veces ni siquiera Boris
entiende lo que escribe. Supongo que te lo leyó. ¿Qué decía?
—Llevarás a tres hombres. El Concilio designó al sexto
miembro. Los esperará en la puerta norte de la ciudad, con los cazadores—respondió
Tharja.
Owain permaneció unos segundos en silencio, frunciendo el
ceño. Resopló un par de veces como un toro enojado y llamó a sus hombres. Todos
torcieron las caras al oír las nuevas, pero el elegido para quedarse, el más
joven de los cuatro, se limitó a asentir en silencio y tras una última mirada
de reojo a Tharja se encaminó de vuelta al barracón.
—Nos vamos—gruñó Owain.
—Lo lamento por él—comentó Tharja mientras caminaban a la
puerta norte.
—Bah, sabe que preferiría llevarlo antes que a cualquier
fulano elegido por el Concilio.
—Me refería al desafortunado fulano elegido por el
Concilio—murmuró sonriendo para sí. Sobre sus cabezas un ave de presa chilló
volando en dirección a la torre que dejaban atrás.
Ya en las calles de la recién despierta ciudad se hizo
evidente que el Gremio de Cazadores, al contrario del Concilio y el Capitán
Supremo, había corrido la voz acerca de la misión que emprendían. Se cruzaron
con gentes que les murmuraron advertencias sobre el lugar al que se dirigían
repitiéndoles las historias que ya conocían. Otros les deseaban suerte a voz en
cuello y algunos, especialmente las mujeres, se limitaban a mirarlos como si
aquella fuera la última vez que recorrían las calles.
El área norte de la ciudad era siempre la más agitada al
empezar el día. Las puertas se abrían con la llegada del alba, justo a tiempo
para que el comercio empiece a fluir entre los mercados y establecimientos de
la ciudad y los puestos pesqueros de Tres Puertos. Mujeres con cestas y
vasijas, carretas llenas y vacías tiradas por robustos caballos, y hombres
llevando toda clase de mercancía iban y venían apurados.
Se unieron a la multitud que salía, desoyendo los ocasionales
murmullos de las personas que los reconocían, hasta que dejaron atrás la ciudad
e hicieron un alto a un lado del camino, buscando con la mirada a sus
compañeros de viaje. Señalando a un grupo numeroso que esperaba cerca al muelle
principal uno de los guardias dijo: —Sin duda esos son los cazadores.
—Parecen nerviosos—terció otro guardia con una mueca
burlona—. Que sorpresa.
—Y ahí está la causa—Owain miraba, con expresión pétrea, a
una figura solitaria que, de pie cerca a los cazadores observaba el mar
mientras hacía girar con una mano un cetro nudoso. Cuando la figura se dio la
vuelta Tharja lo reconoció de inmediato pese a nunca antes haberlo visto en
persona.
—Harmut—dijo. Intercambió una rápida mirada con Owain; ambos
sabían lo que la presencia del hechicero significaba.
—El aprendiz de Turian el Alto.
— ¿Lo conoces?—preguntó Tharja con curiosidad.
—Nos hemos visto. El tono de voz del Campeón de la Torre la
inquietó.
Ignoraron a los cazadores, que ya los habían visto y
guardaban silencio, y dieron el encuentro a Harmut. Vestía una sencilla túnica
azul marino que combinaba con el color de sus ojos y botas grises. Tendió la
mano a Owain diciendo: —Es bueno verte de nuevo, Owain. El hombretón hizo el
ademán de estrechársela pero se congeló a mitad del movimiento. El hechicero
sonrió mostrando sus dientes blancos y añadió: —Sólo es divertido la primera
vez.
—Tharja, la Doncella del Escudo—la saludó con una inclinación
de cabeza—. Es un placer conocerte al fin, he oído mucho de ti.
—El placer es mío—atinó a responder ella—. He oído muchas
historias sobre ti.
—La mayoría son falsas, te lo puedo asegurar—el hechicero
miró de reojo a los cazadores—. Aunque eso no parece tener importancia.
—Un hechicero por uno de los nuestros—murmuró el tercer
guardia, un hombre que rondaba los cuarenta años y lo observaba de hito en
hito.
—Lamento ello—un diminuto relámpago cruzó los ojos de Harmut
cuando taladró al hombre con su mirada provocándole un visible escalofrío—.
Espero que comprendan que es difícil decirle no al Concilio.
—Todos estamos aquí por ellos—intervino Owain—. Supongo que
te informaron acerca de la misión.
—Sí, fueron muy específicos—le aseguró. Su mirada se relajó y
volvió a emitir un tranquilo brillo apenas perceptible. El Campeón de la Torre
hizo un extraño ruido con la garganta, una seña a sus hombres con un mensaje
muy claro y fue a dónde los cazadores esperaban, seguido por los demás. Harmut
cerraba la marcha con una sonrisa taciturna en el rostro.
— ¿Quién de ustedes está al mando?—les bramó— ¿Quién es su
cabecilla? De entre los agitados cazadores uno se abrió paso, un hombre mayor,
delgado y demacrado como un cadáver de ojos húmedos y cabellos grasientos
parcialmente ocultos por una capucha de piel de lobo.
—Yo, Campeón, yo soy el cabecilla—dijo con voz pegajosa y
cansada—. Mi nombre es Kurand Weiger.
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