miércoles, 5 de agosto de 2015

Rumores - Parte II

Rumores

 Parte II


Fonthalari, Torre de la Guardia:


Comúnmente se decía que Fonthalari era la ciudad de los anillos. Y con justa razón. La ciudad entera era rodeada por una muralla en forma de anillo, las plazas eran circulares y los puestos de los mercados se distribuían en forma circular. Hasta la Torre del Círculo era rodeada por un anillo de lujosas viviendas.
Y por supuesto estaba la Torre de la Guardia. Se alzaba orgullosa en medio de una plaza completamente rodeada por los nueve barracones y cada uno de ellos alojaba a una Guardia liderada por un capitán. Los barracones, sencillos edificios de cuatro pisos de alto, estaban separados unos de otros por diversos campos de entrenamiento tales como arenas de combate y campos de tiro. Detrás de ellos se encontraban las caballerizas, los almacenes y las fraguas, cuyas paredes posteriores se amalgamaban a la muralla circular que rodeaba el complejo, conectado con el resto de la ciudad por cuatro portones, cada uno ubicado en un punto cardinal. Cada portón era siempre vigilado por guardias adustos tan dispuestos a impedir que cualquier curioso se colara en el interior como a evitar que alguien saliera sin permiso.
La circular torre era tan alta que rivalizaba con su hermana, la Torre del Concilio, siendo sólo superada por el Gran Faro que todas las noches era encendido y recorría la lejanía como si se tratara de un ojo luminoso que todo lo quería ver. Sólo una persona vivía permanentemente en la Torre de la Guardia, y su sala de mando se ubicaba en la parte más alta de la misma.

Sentado frente a un gran escritorio un hombre mayor de espaldas anchas y cabellos entrecanos revisaba con el ceño fruncido diversos reportes que sus capitanes le habían entregado en los últimos meses. Era un completo desorden, y lo que más le enfurecía era que él era el único culpable; sabía perfectamente que debía haberlos transcrito al gran libro que vacío esperaba pacientemente en uno de los cajones en vez de dar sus acostumbrados paseos y visitas a los barracones.
La única solución que se le ocurría era convocar a los capitanes y ordenarles que fecharan sus reportes, y tras ello finalmente debería dedicarse de una vez a la horrorosa tarea de transcribirlos. En aquellos momentos maldecía su suerte; cuando lo nombraron Capitán Supremo de la Guardia de Fonthalari nadie le había dicho que tendría que blandir una pluma en vez de su espada. Al menos podía tenerla a su lado, lo suficientemente cerca como para desenvainarla rápidamente y luchar por su vida, algo que hasta el momento no había ocurrido. Lo único que entraba por las ventanas eran aves mensajeras y la puerta sólo se abría ante mensajeros, gente más poderosa que él y aquellos a que quienes mandaba llamar.
Un golpe seco y potente estremeció la puerta. Sonrió y dijo: —Adelante, Campeón. Y un hombre grande y fuerte como un toro con un enorme bigote entró y cerró la puerta a sus espaldas. Vestía el clásico uniforme de la Guardia de la ciudad, aunque el suyo era algunas tallas más grande que el promedio, y estaba desarmado; aunque saltaba a la vista que no indefenso. El hombretón se acercó unos pasos.
— ¿Querías verme, Boris?— le preguntó con voz grave, casi solemne, como cada vez que se encontraban en aquella habitación.
— ¿Has oído de la orden del Concilio para que el Gremio de Cazadores mueva los pies y deje de secar las tabernas?
—Por supuesto. Los cazadores están alborotados— el Campeón sonrió con burla—. Parecen gallinas, no zorros.
—Aún peor; creen ser zorros— Boris, el Capitán Supremo, se levantó y vació el contenido de un pequeño barril de cerveza en dos grandes cálices y alargó uno a su viejo alumno—. Si aceptaron sin protestar demasiado fue porque el Concilio les garantizó que seis de nuestros mejores hombres los acompañarán como refuerzos. Y tú, Owain, estarás al mando de ellos.
—Creen ser zorros…— el aludido bebió y se secó el bigote con la manga—. Algo me dice que no debo dar mi vida por ellos.
—El Concilio quiere un reporte detallado de lo que suceda, si es que algo sucede—respondió Boris—. Tú volverás a la ciudad con total seguridad.
—No me gusta dejar morir a alguien si puedo hacer algo para salvarlo, y no puedo prometerte que lo haré. No me importa si son mis hombres o cazadores estúpidos—el Campeón de la Torre dio otro trago antes de continuar—.Y tampoco te garantizo un buen reporte, detesto hacer esas cosas.
—Por eso no te preocupes, no tendrás que hacerlo—Boris lo miró fijamente—. Tharja irá contigo, hacer el reporte es una de sus tareas.
— ¿Tharja?— Owain alzó las cejas— ¿Creen necesario que Tharja nos acompañe?
—Orden directa del Árbitro.
— ¿Pero ella no es…?
—Su hija menor, sí— asintió el Capitán Supremo—. También me ordenó que me encargara de que ella ignore por mano de quién es incluida en esta misión.
—Entendido—Owain asintió con un movimiento de cabeza—. No temo por ella, pero esto no me gusta. ¿Por qué enviarnos a algún lugar donde probablemente no haya nada?
—Porque de haberlo el Concilio piensa que sólo unos pocos saldrán con vida—respondió Boris torvamente.
— ¿Cuándo partimos? Owain dejó el cáliz vacío en el escritorio.
—En dos días—el Capitán Supremo dejó su cáliz también y puso una mueca de resignación—. Escoge y prepara bien a tus hombres. Sorpresivamente Owain sonrió ampliamente y dijo: —Te gustaría ir y ver qué hay por ti mismo, ¿eh Boris? No te preocupes, te traeré un recuerdo; siempre y cuando haya algo, por supuesto.
Boris rio y despidió con un gesto al Campeón de la Torre. No volvió a sentarse, a cambio caminó a la ventana occidental y se apoyó en el marco. Estuvo allí un buen rato, mirando con aire pensativo el Despoblado que se extendía al oeste de la ciudad, un terreno que se elevaba progresivamente y formaba una elevada punta que desafiaba al océano.

Owain repasó mentalmente el contenido de la enorme mochila que había preparado para asegurarse de no olvidar nada. Desenvainó y revisó la hoja de su espadón por enésima vez y la volvió a guardar; el día anterior había pasado horas afilándola concienzudamente. Satisfecho, se colgó la mochila al hombro y dejó la estancia silbando.
En el vestíbulo de la primera planta se encontró con los guardias que había seleccionado. Los cuatro cargaban mochilas sobre los hombros y estaban envueltos en capas grises que ocultaban sus uniformes y armas, a excepción de las lanzas que sujetaban. Cada uno de ellos era parte de la elite de su barracón y él mismo los había entrenado. No había mejores Guardias en la ciudad. Lo saludaron con el puño en el pecho y una leve inclinación de cabeza.
—Bien, nos vamos— les dijo. Owain, Capitán de la Novena Guardia, dejó el barracón con cuatro de sus mejores hombres y se dirigieron a la Torre de la Guardia, donde una figura solitaria los esperaba. Una figura de inconfundibles cabellos dorados. Uno de los guardias carraspeó.
—Sí, Tharja irá con nosotros—respondió Owain a la silenciosa pregunta.
Se reunieron con ella al pie de la torre. Vestía el uniforme de la Guardia hecho a su medida, una espada le colgaba del cinto y llevaba su inseparable escudo al hombro. Se adelantó un paso y saludó con una respetuosa inclinación de cabeza y dijo: —Los estaba esperando. Capitán Owain, hay un asunto a tratar antes de partir.
—Deja las formalidades, Tharja—Owain hizo un gesto a sus hombres y se alejó con ella unos pasos—. ¿Qué ocurre?
—El Capitán Supremo me mandó llamar esta mañana, tenía un mensaje para ti— respondió bajando la voz—. Lo escribió pero… no pude leerlo.
—Lo usual—Owain soltó una risita—. A veces ni siquiera Boris entiende lo que escribe. Supongo que te lo leyó. ¿Qué decía?
—Llevarás a tres hombres. El Concilio designó al sexto miembro. Los esperará en la puerta norte de la ciudad, con los cazadores—respondió Tharja.
Owain permaneció unos segundos en silencio, frunciendo el ceño. Resopló un par de veces como un toro enojado y llamó a sus hombres. Todos torcieron las caras al oír las nuevas, pero el elegido para quedarse, el más joven de los cuatro, se limitó a asentir en silencio y tras una última mirada de reojo a Tharja se encaminó de vuelta al barracón.
—Nos vamos—gruñó Owain.
—Lo lamento por él—comentó Tharja mientras caminaban a la puerta norte.
—Bah, sabe que preferiría llevarlo antes que a cualquier fulano elegido por el Concilio.
—Me refería al desafortunado fulano elegido por el Concilio—murmuró sonriendo para sí. Sobre sus cabezas un ave de presa chilló volando en dirección a la torre que dejaban atrás.
Ya en las calles de la recién despierta ciudad se hizo evidente que el Gremio de Cazadores, al contrario del Concilio y el Capitán Supremo, había corrido la voz acerca de la misión que emprendían. Se cruzaron con gentes que les murmuraron advertencias sobre el lugar al que se dirigían repitiéndoles las historias que ya conocían. Otros les deseaban suerte a voz en cuello y algunos, especialmente las mujeres, se limitaban a mirarlos como si aquella fuera la última vez que recorrían las calles.
El área norte de la ciudad era siempre la más agitada al empezar el día. Las puertas se abrían con la llegada del alba, justo a tiempo para que el comercio empiece a fluir entre los mercados y establecimientos de la ciudad y los puestos pesqueros de Tres Puertos. Mujeres con cestas y vasijas, carretas llenas y vacías tiradas por robustos caballos, y hombres llevando toda clase de mercancía iban y venían apurados.
Se unieron a la multitud que salía, desoyendo los ocasionales murmullos de las personas que los reconocían, hasta que dejaron atrás la ciudad e hicieron un alto a un lado del camino, buscando con la mirada a sus compañeros de viaje. Señalando a un grupo numeroso que esperaba cerca al muelle principal uno de los guardias dijo: —Sin duda esos son los cazadores.
—Parecen nerviosos—terció otro guardia con una mueca burlona—. Que sorpresa.
—Y ahí está la causa—Owain miraba, con expresión pétrea, a una figura solitaria que, de pie cerca a los cazadores observaba el mar mientras hacía girar con una mano un cetro nudoso. Cuando la figura se dio la vuelta Tharja lo reconoció de inmediato pese a nunca antes haberlo visto en persona.
—Harmut—dijo. Intercambió una rápida mirada con Owain; ambos sabían lo que la presencia del hechicero significaba.
—El aprendiz de Turian el Alto.
— ¿Lo conoces?—preguntó Tharja con curiosidad.
—Nos hemos visto. El tono de voz del Campeón de la Torre la inquietó.
Ignoraron a los cazadores, que ya los habían visto y guardaban silencio, y dieron el encuentro a Harmut. Vestía una sencilla túnica azul marino que combinaba con el color de sus ojos y botas grises. Tendió la mano a Owain diciendo: —Es bueno verte de nuevo, Owain. El hombretón hizo el ademán de estrechársela pero se congeló a mitad del movimiento. El hechicero sonrió mostrando sus dientes blancos y añadió: —Sólo es divertido la primera vez.
—Tharja, la Doncella del Escudo—la saludó con una inclinación de cabeza—. Es un placer conocerte al fin, he oído mucho de ti.
—El placer es mío—atinó a responder ella—. He oído muchas historias sobre ti.
—La mayoría son falsas, te lo puedo asegurar—el hechicero miró de reojo a los cazadores—. Aunque eso no parece tener importancia.
—Un hechicero por uno de los nuestros—murmuró el tercer guardia, un hombre que rondaba los cuarenta años y lo observaba de hito en hito.
—Lamento ello—un diminuto relámpago cruzó los ojos de Harmut cuando taladró al hombre con su mirada provocándole un visible escalofrío—. Espero que comprendan que es difícil decirle no al Concilio.
—Todos estamos aquí por ellos—intervino Owain—. Supongo que te informaron acerca de la misión.
—Sí, fueron muy específicos—le aseguró. Su mirada se relajó y volvió a emitir un tranquilo brillo apenas perceptible. El Campeón de la Torre hizo un extraño ruido con la garganta, una seña a sus hombres con un mensaje muy claro y fue a dónde los cazadores esperaban, seguido por los demás. Harmut cerraba la marcha con una sonrisa taciturna en el rostro.
— ¿Quién de ustedes está al mando?—les bramó— ¿Quién es su cabecilla? De entre los agitados cazadores uno se abrió paso, un hombre mayor, delgado y demacrado como un cadáver de ojos húmedos y cabellos grasientos parcialmente ocultos por una capucha de piel de lobo.

—Yo, Campeón, yo soy el cabecilla—dijo con voz pegajosa y cansada—. Mi nombre es Kurand Weiger.

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