domingo, 25 de octubre de 2015

La Reliquia - Parte I

La Reliquia

Parte I 


Dalcania, Oeste de la ciudad:


Noche cerrada, fría y húmeda por la espesa neblina que había bajado de las montañas a la caída de la noche. Tiritaba bajo la capa y se arrepentía en silencio de no haber tomado medidas al respecto; no tenía excusa, se había emocionado tanto ante la carta recibida que había olvidado todo lo demás. De hecho, estuvo a punto de olvidar también la capa.
Siempre que la niebla descendía Dalcania se cubría con un velo espectral. Algunos decían que era un fenómeno antinatural, otros que la neblina era creada por hechiceros malvados en las cumbres de la Montañas Blancas, y otros juraban haber visto que en realidad venía del mar del este, trepaba por la cordillera y se derramaba en el valle.
A él poco le importaba. La neblina lo había inspirado una o dos veces, y el resultado había sido, más allá de algunos accidentes, excelente. Para la mayoría de ciudadanos, no obstante, la niebla era siempre un signo aciago. Y hacían bien en considerarla así, pues muchos habían muerto cuando ella visitaba la ciudad.
Y él se enorgullecía de haber causado algunas de ellas, las más misteriosas, las inexplicables. Para entretenerse mientras caminaba rápidamente por el empedrado callejón repasó mentalmente las pócimas utilizadas en cada ocasión, y los efectos con los cuales sus víctimas tuvieron que lidiar.
Se detuvo en una esquina y se tomó unos momentos para mirar alrededor y escuchar atentamente. La única luz provenía de la luna llena, los únicos ruidos eran los correteos asustados de las ratas; incluso las tabernas estaban cerradas y silenciosas, y sus habituales parroquianos encerrados en sus casas.
Volvió a caminar, más lento esta vez. Sabía a dónde se dirigía; ya una vez habían requerido de sus servicios. El trabajo había sido emocionante, y la paga bastante buena. Pero a juzgar por el contenido de la carta esta vez lo requerían para algo más grande y ambicioso; no sabía qué y no había detalle alguno, lo que no era extraño pues aquel empleador odiaba los detalles. Eso a él le gustaba, pues podía añadir todos los detalles que se le ocurrieran de la manera que se le ocurriera.
La puerta de la casa estaba cerrada y de las ventanas protegidas por contraventanas no se colaba ni el más pequeño haz de luz. Sacó la llave de hierro que había acompañado la carta y entró pisando con cuidado. Pequeñas velas en el piso lo guiaron a una puerta, un corredor y finalmente otra puerta que conectaba a una estancia iluminada. Oyó voces, y entonces supo que no era el único invitado. Su emoción decayó; prefería trabajar solo.
Era una habitación de buen tamaño, paredes desnudas y suelo cubierto por gruesas alfombras apolilladas. Antorchas iluminaban los adustos rostros de los allí presente, y al otro extremo, sentado en las sombras detrás de un macizo escritorio, se vislumbraba la silueta de una persona.
Cerró la puerta tras de sí con el talón y movió las manos con cierto nerviosismo hacia su cinturón, examinando los rostros de todos aquellos que habían girado las cabezas hacia él no bien entró. Debía haber siete personas ahí. La atmósfera, pesada e inquieta, se tensó aún más cuando un par de hombres que debían ser hermanos lo reconoció y se llevaron las manos a sus cimitarras.
—Paz, caballeros—dijo una voz que no provenía de ninguno de ellos—. Todos han sido llamados a cumplir un trabajo y espero que antepongan su profesión a sus historias personales. Los hermanos gruñeron y soltaron los pomos de sus armas. Él los reconoció de inmediato; antes de encontrarse con él la primera vez habían sido cinco hermanos—Te tomaste tu tiempo, Ilkan. Bien, bien, ya están todos.
El hombre en las sombras se agitó y tamborileó en la mesa, provocando que todas las miradas se posaran en él. O casi todas. Por el rabillo del ojo vio que un hombre alto y fuerte de melena pelirroja, barba trenzada y envuelto en la piel de un oso de las cavernas le clavaba los ojos. No lo conocía; recordaría a cualquier mercenario con ese aspecto.
—Hay un objeto en esta ciudad, una reliquia que quiero poseer, pero desafortunadamente no está al alcance de mi mano—continuó el patrón—. Yace en la mansión de la familia Brannor. Quiero que me la traigan. Esta noche.
— ¿Eso es todo?—preguntó uno de los presentes con una sonrisa torcida— ¿Todos nosotros para escabullirnos y robar una baratija?
—No soy el único que conoce de su existencia—replicó—. Y tampoco soy el único que la desea. Esta es una noche especial para los Brannor, y estoy seguro que otros tratarán de aprovecharla. No me importa cómo, pero desháganse de ellos.
— ¿Por qué es una noche especial para ellos?—preguntó una mujer delgada con un arco largo y un carcaj escondido a medias tras el capuchón que le ocultaba el rostro.
—Celebran el retorno de dos de sus miembros, quienes vivieron por unos meses en Vestergard—fue la respuesta.
—La reliquia, ¿cómo es?—preguntó uno de los hermanos— ¿O debemos saquear la mansión?
—Un pebetero, grande como la cabeza de un hombre—contestó el aludido—. La quiero para el amanecer, y no me importa si la mansión sigue en pie para entonces.
—La recompensa, ¿cuántas Esquirlas para los que sobrevivan?—preguntó el otro hermano.
—Dos mil Esquirlas para cada uno. Alguien silbó por lo bajito. Varios intercambiaron miradas codiciosas—. Ilkan, conoces la ciudad como la palma de tu mano; guíalos. Eso es todo. Con la garganta reseca e incapaz de ocultar su disgusto asintió con un gesto y encabezó el andar a la salida.

—Ni se te ocurra llevarnos a una trampa, desgraciado—le siseó uno de los hermanos en el pasillo—. Te estamos vigilando. Ilkan sonrió con malicia, pero nadie pudo verlo.

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